Relacion con la DSI

La encíclica Sollicitudo rei socialis guarda una gran relación y seguimiento a la Doctrina Social de la Iglesia. Toca la situación actual de las personas y del mundo, siempre basándose en lo que la DSI dice sobre esto.

Unos de los principios fundamentales de la DSI es la defensa de la dignidad humana, ya que siendo hijos de Dios, hechos a su imagen y semejanza, merecemos una dignidad mayor a cualquier otro ser viviente.

La justicia social sólo puede obtenerse respetando la dignidad trascendente del hombre. Pero éste no es el único ni el principal motivo. Lo que está en juego es la dignidad de la persona humana, cuya defensa y promoción nos han sido confiadas por el Creador, y de las que son rigurosas y responsablemente deudores los hombres y mujeres en cada coyuntura de la historia." (Sollicitudo Rei Socialis, n47).

 La justicia social es un elemento sumamente importante para la convivencia y tener una vida digna, pero esta actualmente casi inexistente, no existe justicia para todos y eso provoca que cada quien tenga diferentes modos de vida, unos acomodados (que son muy pocos) y otros que no saben que será de ellos (que son casi todos).

La dignidad aquí también se pierde, las personas de poder tratan de mantenerlo y conseguir más a cualquier costo sin importar la dignidad de los demás, y esto es algo que nos recalca esta encíclica, necesitamos de esa justicia social.

En la introducción el Papa Juan Pablo II recuerda el hito que marcó la publicación de la encíclica Rerum Novarum y cómo los documentos del Magisterio que la han seguido, se publican con motivo de aniversarios de esta intervención destacada. Así sucedió con la Populorum  Progressioque es la ocasión de este nuevo documento. Juan Pablo II fija los objetivos de esta nueva encíclica: homenajear el documento de Pablo VI y afirmar la: continuidad de la doctrina social junto con su constante renovación. En efecto, continuidad y renovación son una prueba de la perenne validez de la enseñanza de la Iglesia.

Sollicitudo rei socialis, núm. 3
En la primera parte, el Papa recuerda la ocasión y la novedad de las enseñanzas que Pablo VI ofreció con su encíclica. Se trata -afirma- de un documento de aplicación de las conclusiones del Concilio Vaticano II a los problemas del tiempo (desigualdad social y económica, destino universal de los bienes y las ventajas y peligros del desarrollo).

 Dos objetivos son: “por un lado, rendir homenaje a este histórico documento de Pablo VI y a la importancia de su enseñanza; por el otro, manteniéndome en la línea trazada por mis venerados Predecesores en la Cátedra de Pedro, afirmar una vez más la «continuidad» de la doctrina social junto con su constante renovación. En efecto, continuidad y renovación son una prueba de la «perenne validez» de la enseñanza de la Iglesia” (n. 3).

Esta continuidad y renovación de la enseñanza de la Iglesia se focalizan en la encíclica en una finalidad cuya reflexión es “subrayar, mediante la ayuda de la investigación teológica sobre las realidades contemporáneas, la necesidad de una concepción más rica y diferenciada del desarrollo, según las propuestas de la Encíclica, y de indicar asimismo algunas formas de actuación” (n. 4).

A la luz del mismo carácter esencial moral, propio del desarrollo, hay que considerar también los obstáculos que se oponen a él. Si durante los años transcurridos desde la publicación de la Encíclica no se ha dado este desarrollo —o se ha dado de manera escasa, irregular, cuando no contradictoria—, las razones no pueden ser solamente económicas. Hemos visto ya cómo intervienen también motivaciones políticas. Las decisiones que aceleran o frenan el desarrollo de los pueblos, son ciertamente de carácter político. Y para superar los mecanismos perversos que señalábamos más arriba y sustituirlos con otros nuevos, más justos y conformes al bien común de la humanidad, es necesaria una voluntad política eficaz. Por desgracia, tras haber analizado la situación, hemos de concluir que aquella ha sido insuficiente. En un documento pastoral como el presente, un análisis limitado únicamente a las causas económicas y políticas del subdesarrollo y con las debidas referencias al llamado superdesarrollo, sería incompleto. Es, pues, necesario individuar las causas de orden moral que, en el plano de la conducta de los hombres, considerados como personas responsables, ponen un freno al desarrollo e impiden su realización plena. Igualmente, cuando se disponga de recursos científicos y técnicos que mediante las necesarias y concretas decisiones políticas deben contribuir a encaminar finalmente los pueblos hacia un verdadero desarrollo, la superación de los obstáculos mayores sólo se obtendrá gracias a decisiones esencialmente morales, las cuales, para los creyentes y especialmente los cristianos, se inspirarán en los principios de la fe, con la ayuda de la gracia divina.



Por tanto, hay que destacar que un mundo dividido en bloques, presididos a su vez por ideologías rígidas, donde en lugar de la interdependencia y la solidaridad, dominan diferentes formas de imperialismo, no es más que un mundo sometido a estructuras de pecado. La suma de factores negativos, que actúan contrariamente a una verdadera conciencia del bien común universal y de la exigencia de favorecerlo, parece crear, en las personas e instituciones, un obstáculo difícil de superar.64 Si la situación actual hay que atribuirla a dificultades de diversa índole, se debe hablar de « estructuras de pecado », las cuales —como ya he dicho en la Exhortación Apostólica Reconciliatio et paenitentia— se fundan en el pecado personal y, por consiguiente, están unidas siempre a actos concretos de las personas, que las introducen, y hacen difícil su eliminación.65 Y así estas mismas estructuras se refuerzan, se difunden y son fuente de otros pecados, condicionando la conducta de los hombres.

« Pecado » y « estructuras de pecado », son categorías que no se aplican frecuentemente a la situación del mundo contemporáneo. Sin embargo, no se puede llegar fácilmente a una comprensión profunda de la realidad que tenemos ante nuestros ojos, sin dar un nombre a la raíz de los males que nos aquejan.

Se puede hablar ciertamente de « egoísmo » y de « estrechez de miras ». Se puede hablar también de « cálculos políticos errados » y de « decisiones económicas imprudentes ». Y en cada una de estas calificaciones se percibe una resonancia de carácter ético-moral. En efecto la condición del hombre es tal que resulta difícil analizar profundamente las acciones y omisiones de las personas sin que implique, de una u otra forma, juicios o referencias de orden ético.

Esta valoración es de por sí positiva, sobre todo si llega a ser plenamente coherente y si se funda en la fe en Dios y en su ley, que ordena el bien y prohíbe el mal.

En esto está la diferencia entre la clase de análisis socio-político y la referencia formal al « pecado » y a las « estructuras de pecado ». Según esta última visión, se hace presente la voluntad de Dios tres veces Santo, su plan sobre los hombres, su justicia y su misericordia. Dios « rico en misericordia », « Redentor del hombre », « Señor y dador de vida », exige de los hombres actitudes precisas que se expresan también en acciones u omisiones ante el prójimo. Aquí hay una referencia a la llamada « segunda tabla » de los diez Mandamientos (cf. Ex 20, 12-17; Dt 5, 16-21).

Cuando no se cumplen éstos se ofende a Dios y se perjudica al prójimo, introduciendo en el mundo condicionamientos y obstáculos que van mucho más allá de las acciones y de la breve vida del individuo. Afectan asimismo al desarrollo de los pueblos, cuya aparente dilación o lenta marcha debe ser juzgada también bajo esta luz.